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viernes, 26 de octubre de 2012

CRISIS RUSA DE 1998: ¿ESO NO PUEDE PASAR AQUÍ?


Rusia es uno de los muchos ejemplos que pueden usarse para describir una crisis de divisas, pero también para explicar cómo y por qué la irracionalidad que significa tener una economía manejada, y no de mercado libre, siempre conduce al fracaso. 
Esto es así, pues los individuos son personas que, a pesar de las presiones externas que puedan sufrir de parte de sus gobiernos o grupos de poder, en última instancia siempre conservarán su suprema libertad de pensamiento.
A partir de ella, si las condiciones lo permiten actuarán también con libertad y apertura para su toma de decisiones, pero si no, de todos modos muchos lo harán “a escondidas”, preparándose en todo momento para las duras consecuencias que, por entendimiento o instinto, saben que llegarán.
Por ello, siempre que se quiere imponer precios de forma arbitraria para que cualquier producto se venda artificialmente más caro o más barato de lo que en verdad vale, se generan distorsiones en el mercado que terminan tarde o temprano, sin remedio, en un ajuste forzado por el mismo mercado. 
Sobra decir que las consecuencias serán más graves, entre mayor y más prolongada haya sido la manipulación. Al final, las fuerzas de oferta y demanda que deben dictar los precios, terminan prevaleciendo por la buena o por la mala.
Esto viene al caso en el tema de la crisis rusa de 1998, en tiempos de Boris Yeltsin, pues como tantas otras, tuvo el común denominador de pretender “defender” el valor de su divisa local frente a las extranjeras –sobre todo el dólar estadounidense, cuando ya era demasiado tarde. El tipo de cambio entonces se mantenía alrededor de 6 rublos por dólar.
Una pésima decisión política para tratar de evadir algo que solo tenía arreglo en lo económico, y que al último, una vez agotadas las municiones para su defensa –las reservas internacionales, condujo al punto culminante de la crisis el 17 de agosto de ese año, cuando las autoridades rusas tuvieron que devaluar el rublo, declarar el impago (default) de sus deudas internas y declarar una moratoria de sus bancos comerciales con sus acreedores externos.
Pero, ¿por qué llegaron hasta ese punto? Muy sencillo. El optimismo desbordado que se vivió en Rusia después del derrumbe de la Unión Soviética (que por cierto, demuestra también que las economías centralmente planificadas se entierran a sí mismas), por las reformas que introdujo para tener una economía de mercado, pronto se fue agotando por diversas causas.
Hacia 1997, en promedio los salarios reales habían caído a la mitad de lo que eran en 1991, la inversión extranjera directa per cápita era muy baja y había una débil recaudación de impuestos que provocó que el déficit fiscal permaneciera elevado. Por otra parte, el levantamiento de restricciones permitió que los bancos rusos comenzaran a endeudarse cada día más en divisa extranjera, al tiempo que el gobierno veía cómo el pago de intereses de su deuda absorbía gran parte de su bajo presupuesto.
En este contexto, Rusia enfrentaba adversidades externas, como la crisis de los llamados “tigres” asiáticos del verano de 1997, y la caída en los precios del petróleo y metales no ferrosos, su principal fuente de divisas, que comenzó en diciembre. Mal y de malas.
Para el año siguiente, a la vista de los más avezados, la debacle de Rusia y su divisa, era inminente.

No hay lugar a dudas que si bien era inevitable, fue peor debido a un pésimo manejo del país, evidenciado en declaraciones como las del presidente del Banco Central, Sergei Dubinin, quien frente a funcionarios gubernamentales advirtió de una crisis de deuda “en tres años”; y las del primer ministro Kiriyenko que hablaron de un gobierno “muy pobre”. Todas, pésimas señales para los inversores.
Esa desconfianza se expresó en el rendimiento de sus bonos soberanos, que para mayo de 1998 ya se habían disparado por encima del 50%, algo como lo que hemos observado recientemente en algunos países de Europa como Grecia y España, pero de proporciones mayores.
El derrumbe general sobrevino el 13 de agosto de 1998, con el desplome de los mercados de valores, de divisas y bonos, que empujarían la ya mencionada devaluación del 17 de agosto. Una amarga medicina tomada por fuerza, y que una vez que se dejó a flotación el tipo de cambio el 2 de septiembre, lo llevaría a 21 rublos por dólar a finales de diciembre. Devastador para el poder de compra de los rusos.
Un golpe que por desgracia conocían de sobra desde antes, pues si bien el Índice de Precios al Consumidor a finales de ese año había subido casi 85%, tan solo cinco años antes, en 1993, se había disparado más de 874%. 
La moraleja de la historia es: no importa qué tan arrogante un gobierno pueda ser –más aún si sus decisiones carecen de inteligencia, la fuerza que pueda tener es insignificante para las leyes naturales de la economía. Dispendio, manipulación de mercados, sobreendeudamiento, etc. llevan siempre a la ruina, una lección que deberían tener presente otros pueblos, como el estadounidense, que en ocasiones piensan: “eso no puede pasar aquí”.
En vez de eso, deberían voltear a ver la sabiduría del sentido común. El trabajo arduo, el ahorro, la constancia y la creación de capital son la verdadera fórmula de la prosperidad, que para ser auténtica y duradera, debe basar sus transacciones también en un sistema de dinero honesto, oro y plata, tan desestimados por los adoradores del derroche, los atajos a la falsa riqueza y las monedas fíat.

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